Alberto Olmedo, el último capocómico
El sábado 5 de mazo de 1988, a las ocho de la mañana, Alberto Olmedo caía desde el balcón de su departamento marplatense, en el piso 11 de un edificio frente al océano. Su muerte cerró una etapa en el humor argentino. Hoy Télam recuerda los años en su Rosario natal, el triunfo en Buenos Aires y el trágico final de un hombre que, a los 54 años, todavía tenía mucho para dar.
Rosario siempre estuvo cerca
Lo suyo siempre fue la calle. Desde que nació en Rosario, en la Década Infame, bajo la presidencia de Agustín P. Justo, el jueves 24 de agosto de 1933. De familia bien humilde, en las calles de tierra del barrio Pichincha Alberto Olmedio se fue haciendo notar. Pateando una pelota gastada de tantos picados, llevando los pedidos de una carnicería en una canasta más grande que él o haciendo bromas en las esquinas, todo un anticipo del cómico que vivía dentro suyo.
La casa natal estaba en Callao 73, pleno Barrio Sunchales -el viejo nombre del Barrio Pichincha- famoso en toda la provincia porque por décadas había sido (y lo era aún) el epicentro de los burdeles. Luego, Alberto se crió en un conventillo de Tucumán al 2700, más precisamente en una piecita de 3 x 3 que compartía con Doña Matilde, su mamá que lo tuvo a los 25 años, y dos hermanos menores. La estrechez de la vivienda familiar era un pase libre a disfrutar muchas horas fuera de casa con amigos.
Sí, la calle le tiraban más que los libros. Por eso la primaria -en la Escuela Juan Francisco Seguí, primero, y luego, en la Almafuerte- se hizo larga: la terminó con 15 años cumplidos. Era lógico: el Negrito tenía que hacer changas para ayudar a las finanzas de Doña Matilde. Siempre en el barrio, claro está. Fue repartidor de una carnicería, y por las tardes en una panadería.
Por último, salió del rubro gastronómico y se «conchabó» en una imprenta -Sudilovsky y Calderón- de la que pronto lo echaron porque perdió un pedido al quedarse dormido en una placita, Trabajaba mucho y dormía poco, el Negrito.
Terminada la primaria, se dio un gran gusto: sumarse a un grupo de gimnasia plástica (acrobacia) en el Club Atlético Newell’s Old Boys -¡justo él que era canalla!-. El camino del arte -ese que despuntaba en las esquinas contando chistes desde los diez años- ya estaba iniciado.
Luego, Olmedo y su gran amigo Chiquito Reyes -al que inmortalizaría en sus skechts de televisión- se anotaron en la Troupe Juvenil Asturiana del Centro Asturiano. Para bailar, pero fundamentalmente porque al Negro le gustaba mucho una chica. O varias.
Olmedo se sintió bueno frente al ocasional público, tomó coraje y se animó a pedir empleo -de lo que fuere- en el teatro La Comedia, en el centro de Rosario. Y lo que fuere, se tradujo como «aplaudidor» (el claque), a cambio de unos pesos por función. Ya no cabía dudas de cuál sería su profesión.
Integrado al ambiente teatral, el Negro actuó en un papel secundario de Romerías Españolas, una compañía que se presentó durante varias semanas en La Comedia. Un tipo simpático como él, rápidamente hizo contactos para ir a La Meca de la actuación: Buenos Aires.
Cuando consideró superada su etapa «rosarigasina» y con una recomendación del gran director de televisión Pancho Guerrero, con un bolsito, un puñado de pesos y el ímpetu de sus veinte años, se subió al tren rumbo a Retiro. A él, acostumbrado a hacerse de abajo, lo esperaba un puestito de tiracables en el flamante Canal 7….
Luces de Buenos Aires
El resto de la historia del Negro es más conocida. Artífice de grandes éxitos de televisión -varias generaciones tomaron la leche con el Capitán Piluso y Coquito-, podría decirse que más que un cómico fue un cronista de su época. ¿Acaso el dictador de «Costa Pobre» no podría ser un personaje extraído de una novela de García Márquez? ¿Quién no asocia su Manosanta -«adianchi»- con algún trasnochado pastor electrónico? ¿Y sus frases no son ya parte del diccionario argento? «Éramos tan pobres…», «¡De acá!», «Y si no me tienen fe…», «Si lo vamos a hacer, lo hacemos bien», «Poniendo estaba la gansa..» y muchas más-
En sus 54 años -sí, el Negro se fue muy joven-, participó en 44 películas (gran parte con su co equiper, Jorge Porcel), decenas de programas de televisión -«Piluso», «Fresco y Batata», «No toca botón» y «El Chupete», entre ellos- y hasta grabó diez discos de chistes.
La última función
El teatro, ese que lo acogió de adolescente, también fue su despedida. En la revista trabajó a sala llena, tanto en Buenos Aires como en Mar del Plata, junto a Susana Giménez y Moria Casán, entre tantas divas.
Hasta que llegó la temporada marplatense 1987/1988. Era un éxito que obligaba a poner el cartel de «No hay más localidades», en la boletería del Teatro Tronador. De la pantalla de Canal 9 directo al escenario, en «Éramos tan pobres», junto al Facha Martel, Susana Romero, Beatriz Salomón y Silvia Párez («las chicas Olmedo”).
Tal era el suceso que a comienzos de marzo seguía siendo difícil conseguir entradas para las funciones principales.Como la del viernes 4, que sería su despedida.
Se cerró el telón, se apagaron las luces del escenario y Olmedo cambió la sonrisa por ese gesto serio que la acompañaba desde hacía años. Tal su costumbre, fue a cenar al ya desaparecido restaurante Zavalita, junto a Hugo Sofovich y al productor Carlos Rottemberg, para acordar que «Éramos tan pobres» iba a continuar el resto del año en la porteña avenida Corrientes.
Después del café, Olmedo se subió a un taxi para hacer las pocas cuadras que lo separaban de su departamento en el edificio Maral 39, sobre Boulevard Marítimo al 3700. Allí, en el piso 11 donde tenía todo el mar para sus ojos, lo esperaba su pareja, Nancy Herrera, con quien había superado una crisis. Esa noche, según contaría Herrera después de la tragedia, le contó que estaba embarazada y que el bebé -el sexto hijo del Negro- se llamaría Alberto. Hoy tiene 31 años.
La broma del final
Lo que siguió, la pérdida del gran cómico, tendrá siempre un halo de misterio. El juez Pedro Hooft calificaría el caso primero como «Muerte dudosa» y luego como «Muerte accidental». La conclusión es que Olmedo, tal vez feliz por la noticia de su paternidad y con, al menos, un par de copas de champagne encima, se subió “a caballito” a la baranda del balcón. El sol, después de una noche húmeda, a las 8 de la mañana ya le había ganado a la bruma.
Hubo un grito, otro más de una voz femenina, y un par de segundo más tarde el cuerpo de Olmedo se estrellaba 40 metros abajo en los jardines del Maral 39, para sorpresa de varias personas que habían salido a correr por las amplias veredas del Boulevard Marítimo.
El Negro murió en el acto. Su mamá, Matilde, la que lo mimaba en el conventillo del Barrio Pichincha, lo siguió al día siguiente, cuando su corazón no soportó la noticia de haber perdido a su famoso hijo.
Probablemente fue el último capómico, al que le hubiera gustado interpretar en el cine a Faustino Bertoldi, el cónsul argentino en un país africano que imaginó Osvaldo Soriano en su novela «A sus plantas rendido un león». Incluso confió a sus amigos que tenía unos ahorros para invertir en ese proyecto.
Dejó un lugar vacío pero también el recuerdo en tantos que crecieron tomando la leche junto a él y se rieron con El Manosanta. Como Fito Páez, rosarino como Olmedo, que lo despidió de su ídolo en la letra de «Tema de Piluso»:
“Vida, tu vida fue una hermosa vida,
tu vida transformó la mia
y esto es verdad… (…)
Nada nos deja más en soledad
que la alegría si se va.
Volar, volar, volar, volar, volar…
Cómo es Alberto volar al más allá».
Fuente: Telam – Por Gabriel Esteban González